José Matos Mar recuerda su llegada a Lima
José Matos Mar es el migrante por antonomasia. Supo ganarse espacio en Lima y liderar el campo en el que se desempeñó. Su llegada a la capital fue previa a la mayoría de olas migratorias "del campo a la ciudad", y su perspectiva del fenómeno fue tanto intelectual como vivencial. En este fragmento, Matos Mar recuerda su llegada a Lima y las primeras experiencias en la capital del "Perú oficial".
Recuerdo que al comenzar la década de 1930 vivía en Rastro de la Huaquilla 133, en los Barrios Altos, en cuya esquina estaba la Peña Horadada y la Plaza Italia cerca de los barrios de La Huaquilla, Carmen Alto y Cinco Esquinas. En esos barrios fui testigo del arrojo del “Zorro” Gustavo Jiménez, el comandante que derrotó al sargento Huapaya en el cuartel Santa Catalina, y del fin trágico del gobierno del presidente Leguía, de las grandes manifestaciones del popular y valiente comandante Sánchez Cerro, y las extraordinarias disertaciones de un joven líder político carismático que cautivaba a las multitudes cuando finalizaba sus discursos con una invocación casi religiosa “solo el aprismo salvará al Perú”. Años intensos que seguía al detalle porque estaba en el centro del poder, viendo cómo al frente de nuestra casa, la puerta falsa de la maternidad limeña, se apiñaban los cadáveres de la rebelión de Huapaya.
Una vida de barrio donde era conocido como el cholo Matos, que había llegado de Tarma a fines de 1929, donde pasé cuatro años. Para todos era el hijo del doctor Aurelio Fernández Baca, juez de primera instancia de Parinacochas, Coracora, donde nací y viví poco más de dos años. Al regresar a Lima para la jubilación del juez conocí la gran ciudad mientras mi padre biológico, Germán Matos Ochoa, huancaíno, nos abandonó a mí y a mi hermana Alejandrina, y el abogado que no tenía hijos me adoptó como tal, y mi madre Rita Mar Parravecino, cusqueña de Calca, junto a mi hermana nos atendían y cuidaban. El contacto con ese humanista y abogado cusqueño, exprefecto y exdiputado, me granjeó amistades entre los cusqueños en Lima. Recuerdo las visitas al arzobispo de Lima, monseñor Pedro Pasual Farfán, y al general Gerardo Álvarez, ministro de Guerra, que en cada Navidad me regalaba un sol, una fortuna entonces.
Esta breve reminiscencia revela el impacto positivo y estimulante que tuve a los ocho años debido a la educación familiar, la socialización que me brindó Fernández Baca y que ni él ni el suscrito imaginaron que sería fundamental en mi carrera antropológica. Los cusqueños eran recibidos por el presidente Leguía los domingos de 4.30 a 5 pm. Y así fue cómo conocí y di la mano a un presidente del Perú oficial. Todo esto y muchos otros sucesos que acaecieron como cuando en 1931 estudiaba en el Liceo Comercial del Perú de Raúl Garbin, ubicado atrás del Hotel Bolívar, donde mis profesores eran Luis Alberto Sánchez, Emilio Romero, Andrés Echegaray, que era uno de los mejores matemáticos peruanos, o cuando en los días de carnaval, que se jugaban en todos los barrios con globos, serpentinas y agua, tenía que recoger la ropa seca de muda del diputado por el Cusco Gabino Bueno en su pensión de la avenida Arenales, que decidió alojarse en nuestra casa de Rastro de la Huaquilla. Él era director del diario aprista La Tribuna, lo cual era terrible en esos años, porque la oligarquía peruana impedía su circulación; el diario principal la tildaba de comunista, la policía tomaba nota de quien lo recibía, para perseguirlo, y en las paredes de multitud de calles se leía aprismo es comunismo, es ateísmo.
Recuerdo la casa de la familia Sivirichi en una esquina de la Plaza de la Inquisición, sede del Congreso, lugar donde jugaban rocambor políticos cusqueños importantes, que en 1933 me incitaban a informarles mientras jugaban: qué pasó con Sánchez Cerro, lo llevaron al Hospital Italiano, y el nuevo presidente, está reunido en el Congreso y se dice que es segura la elección del general Óscar R. Benavides, gran amigo de Fernández Baca en el Cusco.
Por un lado, conocía el Perú oficial y, por otro, con mi pandilla de amigos de barrio y de la Escuela Elemental 1448 Pedro L. Aponte, ubicada en la calle Carmen Bajo, y del Centro Escolar 438 República Argentina, en Los Naranjos, mataperreaba y sufría las consecuencias discriminatorias de mis vecinos que se burlaban del provinciano cholo en Lima. Dos mundos. La ciudad limeña podía recorrerse casi a pie o utilizando los tranvías.
Nuestro estilo de vida cambió al pasar de lo urbano a lo semiurbano a mediados de la década de 1930, al mudarnos a la urbanización Tejada en Barranco, junto a la quebrada de Armendáriz, que era un lugar diferente, otra realidad y otra vivencia, como si hubiese sido trasladado a otro mundo. Pero ese cambio visto desde la perspectiva actual es solamente historia, un cuento, una novela, en comparación con el vigente estilo de vida. En poco tiempo todo cambió. Comenzaron las olimpiadas de Berlín en 1936, y por prejuicios raciales de Adolf Hitler, el triunfo del equipo peruano de fútbol frente al de Austria fue anulado. La extraordinaria recepción que brindó la ciudad a su llegada, protestando contra la decisión del Comité Olímpico Internacional con la expresión de “FIFA”, término que durante años fue sinónimo común de trampa. También estalló la guerra civil española en 1936, cuando cantábamos el “Cara al sol” todos los días en el patio del colegio Marista de San Luis de Barranco, y luego vendrían la guerra mundial en 1939, el terremoto de 1940, mientras me preparaba para ingresar a la universidad y comenzaba la guerra con el Ecuador en 1941, el comienzo de las migraciones y el auge de la oligarquía peruana. Desde entonces, con la urbanización el cambio fue creciente hasta llegar al actual sorprendente, inimaginable y cambiante ritmo de hoy. Reminiscencias que vienen al caso porque me permiten en primera persona dar cuenta del cambio que vengo narrando no solo en base a investigaciones y lecturas sino también a la experiencia vivida.
Publicado en:
José Matos Mar, Perú. Estado desbordado y sociedad nacional emergente, Lima, Centro de Investigación de la Universidad Ricardo Palma, 2012, pp. 63-65.