Mario Vargas Llosa cuenta cómo conoció a Gabriel García Márquez
El 12 de febrero de 1976, un día como hoy hace cuarenta años, Vargas Llosa puso fin a su amistad con Gabriel García Márquez en México D. F. Todos sabemos qué pasó ese día. Con la amistad se rompió también la unidad del boom de la literatura latinoamericana y su etapa dorada. A la mayoría le preocupa más los chismes detrás de la ruptura de esta amistad y no tanto la amistad en sí, llena de experiencias y anécdotas en común. No solo pasaron juntos varias semanas ni bien se conocieron, en agosto de 1967, sino que al mes siguiente, Vargas Llosa lo hizo padrino de su segundo hijo, al que llamó Gonzalo Gabriel Rodrigo (casualmente, el nombre de García Márquez y sus dos hijos); un par de años después fueron vecinos en Barcelona durante cuatro años, y durante esa época (en 1971) Vargas Llosa publicó el que es para muchos el mejor estudio sobre la obra del colombiano: García Márquez. Historia de un deicidio. De ese libro hemos recogido un fragmento en el que Vargas Llosa cuenta cómo se conocieron y la impresión que le causó este escritor que se encontraba en la cúspide de la fama, gracias a Cien años de soledad, que había publicado dos meses atrás. Muchos han tratado el tema de la amistad entre ambos (como Gerald Martin, Ana Galegos/Ángel Esteban y Xavi Ayén, entre otros), pero sin duda es en la voz de uno de sus protagonistas que uno puede aproximarse con mayor privilegio a lo que significó que durante nueve años dos de los escritores más grandes de la lengua española confundieran la amistad con la hermandad.
Nos conocimos la noche de su llegada al aeropuerto de Caracas; yo venía de Londres y él de México y nuestros aviones aterrizaron casi al mismo tiempo. Antes habíamos cambiado algunas cartas, y hasta habíamos planeado escribir, alguna vez, una novela a cuatro manos —sobre la guerra tragicómica entre Colombia y Perú, en 1931—, pero esa fue la primera vez que nos vimos las caras. Recuerdo la suya muy bien, esa noche: desencajada por el espanto reciente del avión —al que tiene un miedo cerval—, incómoda entre los fotógrafos y periodistas que la acosaban. Nos hicimos amigos y estuvimos juntos las dos semanas que duró el Congreso, en esa Caracas que, con dignidad, enterraba a sus muertos y removía los escombros del terremoto [ocurrido el 29 de julio de 1967]. El éxito recientísimo de Cien años de soledad lo había convertido en un personaje popular, y él se divertía a sus anchas: sus camisas polícromas cegaban a los sesudos profesores en las sesiones del Congreso; a los periodistas les confesaba, con la cara de palo de su tía Petra, que sus novelas las escribía su mujer pero que él las firmaba porque eran muy malas y Mercedes no quería cargar con la responsabilidad; interrogado en la televisión sobre si Rómulo Gallegos era un gran novelista, medita y responde: “En Canaima hay una descripción de un gallo que está muy bien”. Pero detrás de esos juegos, hay una personalidad cada vez más fastidiada en su papel de estrella. También hay un tímido, para quien hablar ante un micrófono, y en público, significa un suplicio. El 7 de agosto no puede librarse de participar en un acto organizado en el Ateneo de Caracas, con el título “Los novelistas y sus críticos”, en el que debe hablar sobre su propia obra unos quince minutos. Estamos sentados juntos, y, antes de que le llegue el turno, me contagia su infinito terror: está lívido, le transpiran las manos, fuma como un murciélago. Habla sentado, los primeros segundos articulando con una lentitud que nos suspende a todos en los asientos, y por fin fabrica una historia que arranca una creación.
Entre todos los rasgos de su personalidad hay uno, sobre todo, que me fascina: el carácter obsesivamente anecdótico con que esta personalidad se manifiesta. Todo en él se traduce en historias, en episodios que recuerda o inventa con una facilidad impresionante. Opiniones políticas o literarias, juicios sobre personas, cosas o países, proyectos y ambiciones: todo se hace anécdota, se expresa a través de anécdotas. Su inteligencia, su cultura, su sensibilidad tienen un curiosísimo sello específico y concreto, hacen gala de anti-intelectualismo, son rabiosamente antiabstractas. Al contacto con esta personalidad, la vida se transforma en una cascada de anécdotas.
Esta personalidad es también imaginativamente audaz y libérrima, y la exageración, en ella, no es una manera de alterar la realidad sino de verla. Hicimos un viaje juntos de Mérida a Caracas, y los vientos que remecieron al aparato —sumado a su miedo a los aviones y al mío propio— hicieron que el viaje resultara algo penoso. Algo: algunas semanas después veré en los periódicos, en entrevista a García Márquez, que en ese vuelo, yo, aterrado, conjuraba la tormenta recitando a gritos poemas de Darío. Y algunos meses después, en otras entrevistas, que cuando, en el apocalipsis de la tempestad, el avión caía, yo, cogido de las solapas de García Márquez, preguntaba: “Ahora que vamos a morir, dime sinceramente qué piensas de Zona sagrada (que acababa de publicar Carlos Fuentes)”. Y luego, en sus cartas, algunas veces me recuerda ese viaje, en el que nos matamos, entre Mérida y Caracas.
De Caracas viajamos a Bogotá —él había hecho algunos viajes a Colombia desde México, en los años anteriores— y allá pudo comprobar, por la solicitud de la prensa y los autógrafos que le pedían en la calle, que en su país el éxito de su libro había sido tan grande como en Venezuela. Y hasta en la apática Lima, donde viajó después, invitado por la Universidad de Ingeniería —respondió a preguntas sobre su vida y su obra, y sus respuestas han sido publicadas en un folleto—, su llegada provocó una verdadera conmoción en el ámbito intelectual y universitario. Estuvo unos días en Buenos Aires, para la concesión del Premio Primera Plana, luego regresó a Colombia, y de allí, con su familia, se trasladó a Barcelona, donde reside desde octubre de 1967. Ha hecho algunos viajes —a Francia, Italia, Alemania, Checoeslovaquia, Inglaterra—, ha escrito algunos cuentos y un extenso guion cinematográfico, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y lleva ya bastante avanzada la novela del dictador [El otoño del patriarca, publicada en 1975]. Él pensaba que en España pasaría inadvertido y que podría trabajar en paz. Pero las cosas han sido distintas.
Publicado originalmente en:
Mario Vargas Llosa, Historia de un deicidio, Barcelona, Barral, 1971, pp. 80-82.