Hoy se cumplen 50 años del debut de Teatro y Danzas Negras de Victoria Santa Cruz en el Teatro Segura, el martes 3 de octubre de 1967. Este es un hito en la historia cultural y musical afroperuana por ser Teatro y Danzas Negras del Perú no solo un referente fundamental dentro del género sino por el aporte que Victoria realizará con ritmos y aires afroperuanos que estaban en proceso de recuperación, creación y recreación como la zamacueca, el landó y el alcatraz, y por ser la etapa de apogeo creativo de Victoria. Es también la reunión de una constelación de reconocidas figuras de la cultura afroperuana que entonces comenzaban su trayectoria o llevaban poco tiempo en el escenario, como Abelardo Vásquez, Ronaldo Campos, Lucila Campos, Adolfo Zelada, Teresa Palomino (que, precisamente hoy, celebra en el Teatro Municipal 50 años de carrera artística), entre otros. En definitiva, un suceso digno de recordar y revisar dentro de la historia afroperuana.

La presente crónica fue escrita por Winston Orrillo (1941), poeta y periodista testigo de este hecho excepcional, redactor de la revista Oiga, publicación de la que tomamos la información.


Magia y realismo en el Teatro y Danzas Negras del Perú

Extraño: diez en punto de la noche. Se apagan las luces del Teatro Segura. ¡Es un estreno y comienza exactamente a la hora señalada! ¡Buen signo inicial!

Ritmo. Ritmo. El sonido monótono pero excitante del bongó. El telón está levantado. ¿Qué vemos? La realidad: cinco lavanderas negras, al son de sus escobillas, trabajando. Trabajando, existiendo, pero, a la vez, bailando. Es decir, con el ritmo en la sangre. Podríamos decir que su sangre tiene ese ritmo que nosotros exteriormente percibimos en el sonido del “cuchá cuchá… cuchá cuachá cuchá”. Una escena de interior. El interior de un callejón que usted puede encontrar en el Rímac, en los Barrios Altos, en La Victoria. Negras lavanderas. Agobiadas por el duro laborar, pero sin perder, por eso, su ritmo, el ritmo fascinante de su vida, de su sangre. Y discuten, hablan de la vida cotidiana —mientras ésta discurre allí mismo— hasta que llega el clímax. Una pequeña guerra de Troya. El motivo no es la disputa por la irreal Helena; aquí tenemos un auténtico problema: el asunto es la posesión de un alambre para colgar la ropa: no podía faltar la negra “negra del callejón y del trompón”, misia Rosa —interpretada magistralmente por Lucila Campos, sin discusión la segunda gran figura del elenco, después, naturalmente, de la artífice y factótum Victoria Santa Cruz.

La escena de la “bronca” del callejón es hilarante. Qué bien. Qué bien. ¡Todo un ballet sin los motivos rosas de tantos! Un ballet montado sobre la vida misma, sobre las “enormes minucias” (la frase es de Ortega y Gasset) que conforman el tejido de todos los días, en todos los estratos sociales.


Desde la condición humana

El primer número del extraordinario espectáculo Teatro y Danzas Negras del Perú nos situó, claramente, frente a toda la línea que sustenta la filosofía de Victoria Santa Cruz, la creadora del elenco, su maestra y principal intérprete.

El arte de Victoria Santa Cruz arranca desde la condición humana. Sus propósitos son los de recrear no sólo los aspectos pasados de la situación del negro, sino, especialmente, mostrarlo en sus vivencias actuales. En esa extraña mezcla de magia y religión, de ritmo y angustia, que gobierna sus vidas. Por eso todos los números del programa han coincidido —a nuestro modo de ver— en el señalamiento de la condición humana. El negro es alegre, tiene la alegría, el ritmo en la sangre, pero no es alegre por la situación en que vive sino a pesar de ella. Hemos podido —o creído— calar en este aspecto que nos parece sustantivo en el arte de Victoria Santa Cruz, para concluir que toda su obra es no otra cosa que un himno a su raza, a sus hermanos de sangre.


Un himno a la alegría

Sí, Victoria Santa Cruz nos ha presentado un himno a la alegría. Todos sus negros son alegres, pero todos, también, sufren la explotación inicua, el trabajo agobiante (y algunos, todavía —número del Landó—, son esclavos). He aquí, pues, la grandeza de un arte que exalta la alegría en medio de la atribulada condición del hombre; y he aquí, también, la excepcional vitalidad —y las inmensas perspectivas— de un grupo humano que secularmente condenado a las escalas inferiores de la sociedad ha sabido preservar, intactos, sus más ricas virtudes, entre las que la alegría, el ritmo son quizá las más valiosas. (¿Quién puede negar, hoy, que uno de los imperialismos —posiblemente el único puro— es el del jazz?).


Los humillados y ofendidos

Porque este es el arte de los humillados y ofendidos que ahora hacen oír su voz, su ritmo; que dan lecciones de plasticidad, de amor a lo suyo (que también es lo nuestro). Y Victoria denuncia en un reportaje que para Oiga hiciera Eneas Marrull:

—Hay discriminación, hay complejo racial. Mire usted, yo no tengo complejo de ser negra, ni mis hermanos tampoco; pero el negro en general sí lo tiene. El negro tiene que saber lo que es y el papel que le toca desempeñar. Por otro lado, su nivel cultural es muy bajo en nuestro medio. Si he tenido la suerte de tener un padre intelectual, de haber nacido en un ambiente diferente, quiero dar eso a mis hermanos de sangre.

—¿Se trata, pues, de un movimiento?

—Eso es exactamente: un movimiento.

Nosotros no sabemos si Victoria está al tanto de la absoluta contemporaneidad de sus palabras: ellas coinciden con el vasto —y decisivo y heroico— movimiento que han emprendido los hombres de color de todo el mundo, que hoy día en los Estados Unidos están representados por aquellos jóvenes ejemplares que son Stokely Carmichael y Rap Brown.


La misma indiferencia del Perú “oficial”

Frente al arte de Victoria Santa Cruz, nuevamente el Perú “oficial” ha demostrado su indiferencia, su linfática sensibilidad. Como ya es desventurada costumbre, las instituciones —de cuyo nombre no queremos acordarnos— han mostrado su pétrea sensibilidad frente a lo artístico-peruano.

Continúa declarando Victoria:

—Todo esto lo he hecho sin ayuda de ningún tipo. Mi país no me ha ayudado absolutamente nada. La beca a París me la otorgó el Gobierno francés, y cuando ésta terminó me sostuve con las erogaciones de mis hermanos. A los de mi elenco no les he pagado un solo centavo porque no lo tengo. Toda era gente muy joven y dinámica que no conocía su folklore, que bailaba cumbia o guaracha. Ahora ellos están muy contentos y se muestran cada vez más entusiastas.


El esfuerzo, ¿su recompensa?

Desde el 1° de febrero, diariamente, Victoria y sus hermanos de raza ensayaban cantos, danzas, de todo. Lo esencial era la disciplina y la formación en un arte que exige cultivo, inteligencia y sensibilidad. Sin lugar a dudas, la mano maestra de Victoria se ha notado en la noche de la apoteosis, la del martes 3 de octubre, la del estreno en esta más de tres veces injuriada villa del conjunto Teatro y Danzas Negras del Perú.

El público aplaudía delirante. Así se premiaba el esfuerzo de una artista enamorada de su pueblo y de un grupo de intérpretes entre los que ya se puede divisar algunos grandes actores en ciernes. Junto al de Victoria Santa Cruz, los nombres de Lucila Campos, Abelardo Vásquez, Manuela Lavalle, Juana Ferreyra, Felícita Ramos, Yolanda de la Cruz, Virginia Fune, Gladys Rey, Luis Ganoza, Teresa Palomino, Celeste Lobatón, Enrique García, Adolfo Zelada y Luis Ramírez, entre otros, han obtenido su consagración.

Pero no queremos caer en la hipócrita condición del que habla, aplaude y se marcha. En esta nota quisiéramos demostrar nuestra preocupación por el destino del arte negro peruano que acaba de consagrarse. Es urgente que se le dé algún tipo de ayuda. Pero, al fin de cuentas, en esta nota estamos diciendo al público —lectores de Oiga y amigos— que vayan a ver el espectáculo de Victoria Santa Cruz, porque él es auténtico, porque él es producto del estudio, del amor, del sacrificio, del culto a las formas expresivas más depuradas de una raza que conforma nuestra nacionalidad.


Fuente: Winston Orrillo, "Magia y realismo en el Teatro y Danzas Negras del Perú", revista Oiga, N° 242, 6 de octubre de 1967, pp. 28-29.


*Agradecemos a Humberto Rodríguez Pastor, quien conservó en su archivo el recorte de prensa de la época*