La muerte de Jean-Paul Sartre contada por Simone de Beauvoir
Hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de Jean-Paul Sartre (1905-1980), filósofo, narrador, dramaturgo y activista francés que marcó el pensamiento rebelde del siglo XX. Su compañera de vida, Simone de Beauvoir (1908-1986), desarrolló una carrera creativa paralela a la de Sartre, que incluye, además de ensayos, novelas y del emblemático libro El segundo sexo (1949), siete volúmenes de memorias, el último de ellos dedicado a narrar los postreros diez años de vida de Sartre: La ceremonia del adiós (1981). A continuación, recogemos un fragmento de ese libro, donde la autora narra los últimos momentos de Sartre, su muerte y sus funerales.
Dormía mucho, pero aún me hablaba con lucidez. En algunos momentos, podía creerse que esperaba curarse. A Pouillon, que fue a verlo, en uno de los últimos días de su enfermedad, le pidió un vaso de agua y le dijo alegremente:
—La próxima vez que bebamos juntos, será en mi casa y con whisky.
Pero al día siguiente me preguntó:
—¿Cómo vamos a hacer para pagar los gastos del entierro?
Protesté, por supuesto, y desvié la conversación asegurándole que los gastos de la hospitalización corrían a cargo de la Seguridad Social. Pero comprendí que se sabía condenado y que ello no lo turbaba. Pero volvía a tener la preocupación que lo había atormentado los últimos años: la falta de dinero. No insistió ni me planteó ninguna pregunta sobre su salud. Al día siguiente, con los ojos cerrados, me agarró de la muñeca y me dijo:
—La quiero mucho, mi pequeña Castor.
El 14 de abril, cuando volví, dormía; se despertó y me dijo unas palabras sin abrir los ojos: después me ofreció la boca. Le besé en la boca, en la mejilla. Se durmió. Estas palabras, estos gestos, insólitos en él, se situaban evidentemente en la perspectiva de la muerte.
Unos meses más tarde, el profesor Housset, con quien quise hablar, me dijo que Sartre, a veces, le hacía algunas preguntas:
—¿Adónde conduce todo esto? ¿Qué me va a ocurrir?
Pero no era la muerte lo que le inquietaba: era su cerebro. La muerte, seguro que la presentía, pero sin angustia. Estaba “resignado”, me dijo Housset, o mejor, dijo, corrigiéndose, “confiado”. Sin duda los euforizantes que le suministraban contribuyeron a este sosiego. Pero sobre todo —salvo en la primera época de su semiceguera— había soportado siempre con humildad lo que le ocurría. No quería molestar a nadie con sus molestias. Y la rebeldía contra un destino que no podía modificar le parecía vana. Todavía amaba la vida con ardor, pero la idea de la muerte, cuya llegada aplazaba hasta los ochenta años, le era familiar. La aceptó sin poner trabas, sensible a las amistades, al cariño que lo rodeaba y satisfecho con su pasado: “Se ha hecho lo que había que hacer”.
Housset me afirmó también que las contrariedades que había padecido no habían influido para nada en su estado; una crisis emocional violenta le habría ocasionado, quizá, en un momento dado, algunos efectos funestos pero, diluidos en el tiempo, las preocupaciones, los disgustos, no alteraron en absoluto la causa de la enfermedad: el sistema vascular. Añadió que éste se habría deteriorado fatalmente en un futuro próximo: en dos años como máximo el cerebro habría sido afectado y Sartre hubiera dejado de ser él mismo.
El martes 15 de abril por la mañana, cuando pregunté, como de costumbre, si Sartre había dormido bien, la enfermera me respondió:
—Sí, pero…
Fui enseguida al hospital. Dormía, respirando con bastante dificultad; visiblemente estaba en coma desde la noche anterior. Durante unas horas, em quedé allí mirándolo. Hacia las seis dejé el sitio a Arlette, diciéndole que me llamara si ocurría cualquier cosa. A las nueve sonó el teléfono. Me dijo:
—Se terminó.
Fui con Sylvie. Se parecía a sí mismo, pero ya no respiraba.
Sylvie avisó a Lanzamann, a Bost, a Pouillon, a Horst, que vinieron enseguida. Se nos autorizó a permanecer en la habitación hasta las cinco de la mañana. Rogué a Sylvie que fuera a buscar whisky y estuvimos bebiendo y charlando sobre los últimos días de Sartre, los viejos tiempos y las disposiciones que había de tomar. Sartre me había dicho con frecuencia que no quería ser enterrado en el Père-Lachaise para la incineración; sus cenizas se depositarían en una tumba definitiva en el cementerio Montparnasse. Mientras le velábamos, los periodistas asaltaron el pabellón. Bost y Lanzamann fueron a ordenarles que se marcharan. Se ocultaron. Pero no lograron entrar. En el momento de la hospitalización también habían intentado hacer fotos: dos de ellos, vestidos de enfermeros, trataron de colarse en la habitación, pero fueron expulsados. Las enfermeras se cuidaban de bajar las persianas y colocar unas cortinas en las puertas para protegernos. Una fotografía, sin duda tomada desde un tejado próximo, que mostraba a Sartre dormido, apareció, a pesar de todo, en Match.
En un momento dado, rogué que me dejaran sola con Sartre y quise tenderme a su lado, bajo las sábanas. Una enfermera me detuvo:
—No, cuidado… la gangrena.
Entonces comprendí la verdadera naturaleza de sus escaras. Me acosté sobre la sábana y dormí un poco. A las cinco entraron unos enfermeros. Cubrieron el cuerpo de Sartre con una sábana y una especie de funda y se lo llevaron.
Fui a casa de Lanzmann a terminar la noche y también pasé allí la del miércoles. Los días siguientes me alojé en casa de Sulvia, donde me encontraba mejor protegida que en la mía de las llamadas telefónicas y de los periodistas. Durante el día veía a mi hermana, venida de Alsacia y a mis amigos. Leía los periódicos y también los telegramas que afluyeron enseguida. Lanzmann, Bost y Sylvie se ocupaban de todas las formalidades. El entierro se fijó en principio para el viernes, después para el sábado, para que pudiera asistir más gente. Giscard d’Estaing mandó decir que sabía que Sartre no hubiera querido funerales nacionales, pero propuso que las exequias corrieran a su cargo: nos negamos. Se empeñó en ir a recogerse unos momentos ante los restos mortales de Sartre.
El viernes comí con Bost y quise volver a ver a Sartre antes del entierro. Fuimos al anfiteatro del hospital. Trajeron a Sartre en un ataúd, vestido con el traje que Sylvie le había comprado para ir a la Ópera; era el único traje que tenía en mi casa y ella no había querido subir a casa de Sartre para buscar otro. Estaba sereno, como todos los muertos, y, como la mayoría de ellos, inexpresivo.
El sábado por la mañana nos reunimos en el anfiteatro, donde Sartre estaba expuesto, el rostro descubierto, rígido y helado en su elegante traje. A petición mía, Pingaud le tomó unas fotos. Al cabo de un rato, bastante largo, unos hombres cubrieron con la sábana el rostro de Sartre, cerraron el ataúd y se lo llevaron.
Subí al coche fúnebre con Sulvia, mi hermana y Arlette. Delante iba un coche cubierto de suntuosos ramos de flores y de coronas fúnebres. Una especie de minibús llevaba a los amigos ya mayores o incapaces de una larga caminata. Un inmenso gentío nos seguía: cerca de cincuenta mil personas, principalmente jóvenes. Algunos golpeaban las ventanillas del coche: eran en su mayoría fotógrafos que apoyaban sus objetivos contra los cristales, para sorprenderme. Algunos amigos de Les Temps Modernes organizaron un cordón detrás del coche y alrededor, algunos desconocidos formaron, espontáneamente, una cadena, dándose las manos. En general, durante todo el trayecto, la muchedumbre estuvo disciplinada y calurosa.
—Es la última manifestación del 68 —dijo Lanzmann.
Yo no veía nada. Me encontraba más o menos anestesiada con el válium y resistía con todas mis fuerzas para no desplomarme. Me decía que era exactamente el entierro que Sartre deseaba, y que no se enteraría. Cuando me bajé del coche, el ataúd estaba ya en el fondo de la fosa. Pedí una silla, y permanecí sentada al borde de la fosa, con la cabeza vacía. Vi gente subida a las tapias, sobre las tumbas un hormigueo confuso. Me levanté para ir al coche: se encontraba a diez metros, pero el barullo era tal que creía asfixiarme. Me encontré en casa de Lanzamann con algunos amigos que habían vuelto en desorden del cementerio. Descansé un rato y como no queríamos separarnos, fuimos todos a cenar a Zeyer, en un salón particular: no me acuerdo de nada. Dicen que bebí mucho, que fue necesario ayudarme a bajar las escaleras. Georges Michel me acompañó a casa.
Pasé los tres días siguientes en casa de Sylvie. El miércoles por la mañana tuvo lugar la incineración en el cementerio de Père-Lachaise, pero me encontraba demasiado agotada para ir. Me dormí y —no sé cómo— me caí de la cama y me quedé sentada sobre la moqueta. Cuando Sylvie y Lanzmann, al volver de la incineración, me encontraron, deliraba. Me hospitalizaron. Tenía una congestión pulmonar, de la que me restablecí en dos semanas.
Las cenizas de Sartre fueron trasladadas al cementerio de Montparnasse. Todos los días manos desconocidas depositan sobre su tumba ramilletes de flores recién cortadas.
Hay una cuestión que en realidad no me he planteado y el lector quizá lo haga: ¿no debería haber prevenido a Sartre de la inminencia de su muerte? Cuando estaba en el hospital, debilitado, sin fuerzas, solo pensé en disimular la gravedad de su estado. ¿Y antes? Él siempre me había dicho que en caso de cáncer o de otra enfermedad incurable querría saberlo. Pero su estado era ambiguo. Estaba en peligro pero ¿resistiría aún diez años, tal como él deseaba, o se acabaría todo en uno o dos años? Todos lo ignorábamos. No tenía disposiciones que tomar, no habría podido cuidarse mejor. Y amaba la vida. Ya había sufrido bastante al asumir su ceguera, sus dolencias. Si hubiera conocido con más precisión la amenaza que pendía sobre él, habría ensombrecido inútilmente sus últimos años. De todas maneras, yo navegaba como él entre el temor y la esperanza. Mi silencio no nos separó.
Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas se hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo.
Fuente: Simone de Beauvoir, La ceremonia del adiós [1981], traducción de José Carbajosa, Madrid, El País, 2003, pp. 244-251.