La muerte de José Carlos Mariátegui contada por Eudocio Ravines
Hoy se cumplen noventa años de la muerte del amauta José Carlos Mariátegui (1894-1930). Pocos peruanos como él han aportado tanto a la reflexión de los problemas del Perú y del mundo, pocos como él han conjugado con tanta maestría lucidez, claridad y profundidad. En su corta vida nos legó numerosos libros, artículos, revistas, cuyas reflexiones siguen aportando a la comprensión de nuestra historia. Fundador del Partido Socialista Peruano, reunió en torno a él a intelectuales, obreros y luchadores de todo tipo. Eudocio Ravines era entonces uno de ellos, y fue testigo de la agonía y muerte del Amauta. Esta historia la relata en el libro en el que muchos años después, precisamente, reniega de la ideología que compartió con Mariátegui.
El brillante escritor acababa de cumplir treinta y cinco años y la vida se le apagaba como si fuese un octogenario; los médicos celebraban consultas, discutían, recetaban y se equivocaban. Mariátegui se moría sin medio. Yo me ganaba un mísero sueldo, trabajando en una imprenta. Y aguardaba, con la garganta agolletada, la hora del desenlace, que estaba decretado como inexorable. Miraba el porvenir con angustiado espanto: en el trabajo político había contado con el amparo, la protección, la gran sombra de Mariátegui; muerto él, pues quedaba solo, sin tener a quién recurrir en demanda de consejo, de opinión; sin autoridad, sin prestigio, con una responsabilidad que sentía abrumadora como una montaña y sin experiencia alguna para arrumbar el movimiento.
Lo que se temía aconteció en una mañana tibia y asoleada.
Mariátegui, tendido en el lecho de la clínica, tenía el vientre abotargado y las pupilas enormemente dilatadas. Con clara conciencia de todo, conocía a cada uno. Miraba con hondura tal que era como una mirada de ultratumba ya. No pudiendo soportar aquello, salí a la avenida y me desplomé sobre una banca.
¿Por qué, pero por qué se moría en aquellos momentos en que hacía tan enorme falta? ¿Por qué se iba precisamente cuando recién llegaba yo, aportándole un mensaje, cuando acabábamos de elaborar un plan, de trazar un camino, de fijar una meta?
Regresé a la clínica; la habitación donde se hallaba José Carlos tenía ya las puertas abiertas de par en par, como si de tratarse de dejarle paso libre a la muerte; ya no quedaba ningún temor del frío, ni de las corrientes de aire, ni de las neumonías. Era como si hubiese no solo resignación, sino también entrega, abandono, desafío.
¡Pues bien…! ¿A qué tanto padecimiento? ¡Aquí está, lleváoslo, y que sea de una vez!
—No quiero, no quiero irme —gritó Mariátegui—, pero ¡qué le hemos de hacer! —balbuceó roncamente. Se aletargó y tras algunos minutos pronunció distintamente:
—No puede haber renovación sino sobre la base de grandes principios… trabajen mucho.
Y luego clamó con grito desgarrador:
—Adiós… adiós, camaradas… adiós, ¡adiós… Anita!
¡Y se acabó!
Se acabó aquella vida promisoria y magnífica. Perdíamos a uno de nuestros más grandes valores; no tanto por lo que había hecho sino or lo que entrañaba como segura promesa en el futuro inmediato. Abrumados por el triste suceso, nos parecía que nunca la muerte cortó una existencia más preciosa, más útil, más limpia.
Fuente: Eudocio Ravines, La gran estafa. La penetración del Kremlin en Iberoamérica, México D. F., Libros y Revistas S. A., 1952, pp. 158-159.